Todavía estaban hablando de doble moral y temas afines cuando llegaron a la iglesia San Pedro Claver, que estaba atiborrada de feligreses pero, sobre todo, de turistas, que tomaban fotos por todos lados.
"Oye, hoy nos estamos tropezando con personajes de todo tipo", señaló Tomás, "¿aquel que está allá, arrodillado, no es Mauricio Betancourt, el alcalde de la Localidad Histórica y del Caribe Norte?"
"Sí, ese es", respondió Pedro, "debe estar escondiéndoseles a los vecinos del barrio Crespo, que no lo encuentran para saber si es verdad que él fue quien dio el visto bueno para que construyeran una tremenda torre en un parquecito del barrio".
"Ajá, eso oí por ahí, jejeje", se rió Tomás, "no lo vayamos a saludar porque nos ve y, si los cresperos lo encuentran, va a decir que nosotros lo sapeamos. Deja, que ellos son blancos y se entienden".
Desde el Parque de Bolívar, al dirigirse hacia el quinto monumento que visitaban, vieron a otro personaje salir por la puerta lateral de La Catedral, la que da a la Plaza de la Proclamación. Lo acompañaban más de doce personas, todas impecablemente vestidas de blanco, pero él llevaba puesta una guayabera color mandarina, reluciente, que esparcía una sorprendente luz como si fuese un aviso de neón.
"¡¿Y ese no es Campo Elías?!", gritó, más que preguntó, Pedro sorprendido.
"Sí, sí es Campo Elías", les dijo un transeúnte que pasaba cerca de ellos en esos momentos y había visto la cara de asombro que habían puesto los dos amigos. "Pero no es Campo Elías Terán, el alcalde, sino Campo Elías Romero, el director de la Cárcel de San Diego."
En la plaza de Santo Domingo, mientras veían que los comerciantes del lugar habían instalado mesas y sillas hasta sobre las calles, y prácticamente no había espacio para caminar, Pedro y Tomás se acordaron de los Doria -el secretario del Interior y el gerente de Espacio Publico - y de sus brigadistas y policías acompañantes.
Cuando salieron de la la iglesia de Santo Domingo, los dos amigos continuaron pensando en cómo ciertos funcionarios utilizaban un rasero para medir a unos, y uno diferente -muy diferente - para medir a otros.
Al llegar a la iglesia de Santo Toribio, en el tradicional barrio de San Diego, volvió Pedro a pensar en voz alta: "definitivamente, qué hermosas son nuestras iglesias".
"Así es", aseveró Tomás, "y fíjate la gran cantidad que hay; en el solo en Getsemaní hay tres, pero antes hubo otras, como la que quedó en el antiguo teatro Colón, ¿te acuerdas?"
Al salir de la iglesia, la séptima y última que habrían de visitar esa noche, los inseparables amigos vieron a un numeroso grupo de caminantes, entre quienes creyeron ver a varios conocidos.
"Mejor no nos detengamos a ver y mucho menos a hablarle a alguien", advirtió Pedro, sonriente, colocándose sobre los labios el dedo índice de la mano derecha.
"Estoy de acuerdo contigo", le respondió su amigo Tomas; "en esta Semana Santa debemos pensar que en Cartagena todo está marchando bien; cerremos los ojos y pensemos que, como dicen las encuestas que por allí andan publicando, nuestra ciudad sigue siendo el mejor vividero del mundo".
Cuando pasaron por un lado del parque Fernández de Madrid, sin embargo, vieron que unos comerciantes habían invadido toda una calle, y los dos amigos se preguntaron, al unísono: "ajá, ¿y cuánto habrá costado este permiso?