A la distancia no pudieron reconocer a nadie; no obstante, Pedro estuvo seguro de haber reconocido a varios. - Las de las blusas naranjas son Clara y Amira -aseguró, convencido. - Y los dos con cascos son Santos y Cepeda.
Todavía estaban discutiendo si eran ellos o no cuando llegaron a la iglesia San Pedro Claver, que estaba tan llena de feligreses, visitantes que tuvieron que esperar varios minutos para poder medio asomarse desde la entrada.
- Oye, definitivamente nos estamos tropezando con todos -señaló Tomás. - ¿aquel que viene allá no es Mayo?
- No, es Julio -respondió Pedro. - Tú siempre confundiendo los meses…
- Sí, tienes razón. Jejeje... No le había visto los bigotes. No lo vayamos a saludar porque nos ven y enseguida dicen que estamos hablando de negocios.
Desde el Parque de Bolívar, al dirigirse hacia el quinto monumento que visitaban, lo vieron enseguida. Salía por la puerta lateral de La Catedral, la que da a la Plaza de la Proclamación, acompañado de por lo menos doce personas, todas impecablemente vestidas de blanco. Él llevaba puesta una guayabera anaranjada, resplandeciente, que esparcía una sorprendente luz como si fuese un aviso de neón.
- Miegda, hay Campo hasta pa'l Santísimo -exclamó Pedro.
- Pues claro, tú que crees - dijo Tomás. - ¡Hay que rezar para no seguir cometiendo tantos errores!
En la Plaza de Santo Domingo, antes de llegar a la hermosa iglesia del mismo nombre, los dos amigos se encontraron con 'La Plofe'. La llamaban así, cariñosamente, porque había sido profesora de ambos cuando aun no habían salido de Magangué, y porque 'La Plofe', entre varios encantos, tenía el de su peculiar forma de hablar: tenía, como se dice, la 'lengua pegada'. De todas las personas con las que se encontraron, fue la única que los saludó de manera cordial. Con mucha educación.
Tras entrar a la iglesia de Santo Domingo -que también estaba atiborrada, principalmente de turistas - y pedirle al Santísimo que durante los días de la Cumbre las autoridades no los siguieran molestando, Pedro y Tomás se dirigieron hacia la iglesia de Santo Toribio, en el tradicional barrio de San Diego, diagonal al parque Fernández de Madrid.
- Definitivamente, qué hermosas son nuestras iglesias -comentó Tomás. - Y pensar que en el solo Getsemaní hay tres, pero hubo otras más, como la que quedó en el antiguo teatro Colón.
- Si por el número y belleza de sus iglesias fuera, Cartagena debía ser una santa -pensó Pedro en voz alta.
Al salir de la iglesia, la séptima y última que habrían de visitar esa noche, los inseparables amigos vieron a un numeroso grupo de caminantes, entre quienes creyeron ver a varios conocidos.
- Hola, Rochi -saludó Tomás a la bella mujer que llevaba la voz cantante en el grupo - ¡te queda hermoso el nuevo look! - le dijo casi al oído, luego de lo cual, dando un paso atrás, le tiró un sonoro beso.
Se refería el veterano pescador al corte de cabello que engalanaba a la distinguida joven, quien sonrío -discreta, señorial - ante el galante gesto.
- ¿Y esos otros quiénes eran? -preguntaría Pedro después, luego de que el grupo hubiera desaparecido por entre la multitud que se aglomeraba en los alrededores del parque Fernández de Madrid. - Solo me acuerdo de Rochi y de Eva.